De nuevo en camino esta vez en dirección norte. Mi destino a 515 km es La Serena y el valle del Elqui, comarca en
que se cultiva la uva moscatel con la que se fabrica la bebida nacional: el
pisco.
La carretera discurre en su mayor parte, al borde del
mar, lo que permite disfrutar del maravilloso paisaje de una costa sin
urbanizar repleta de acantilados y playas de arena blanca. El futuro turístico
de este país es casi infinito. Ojalá no cometan los errores que se dieron es
España y conserven la hermosura de los paisajes sin hollar. Está tan poco
urbanizado de hasta hay un dicho
chileno: “Como de los Vilos a Tongoy: nada”. La distancia entre esas dos
localidades es como de 300 km.
Después de seis horas de viaje tranquilo, con unas cuantas
visitas a las bencineras, llegué a La Serena. Es un centro turístico a lo largo
de una inmensa playa que conserva el
centro histórico con iglesias antiguas y una deliciosa plaza. Merece la pena
darse un paseo y mezclarse con los lugareños que por la tarde abarrotan las
calles principales.
A la mañana siguiente, destino Cochiguaz, diminuta localidad al fondo de un valle y que
es centro de peregrinación de aficionados al esoterismo. Por el camino que sale
de La Serena, vamos ascendiendo y los cerros van poco a poco abrazándonos y
mostrando sus tonalidades que van del café al rojo pálido. Al comienzo el valle
es amplio y toda la superficie está cubierta de vides que acababan de echar sus
primeras hojas de ese verde tan fresco que las caracteriza.
Hago un alto en el
camino y en lo alto de un cerro, colgado del azul profundo de este cielo
privilegiado, se distingue una construcción humana. Sólo puede ser una en ese
entorno tan inhóspito: el observatorio de Cerro Tololo, que durante años tuvo uno de los telescopios
con diámetro mayor del mundo (4 metros) y que se ha quedado como un bebé si se
compara con los cercanos de Cerro Paranal (8 metros) y el proyecto que acaba de
comenzar en el Cerro Armazones, que tendrá un espejo segmentado equivalente a
39 metros de diámetro. El avance tecnológico del hombre parece que no tiene
fin.
Abandonamos el valle por donde discurre el Elqui y
remontamos el pequeño rio Claro, que se alimenta de las nieves de los cerros
más altos y de una caudalosa cascada que surge en mitad de una ladera. El borde
de la capa freática húmeda es perfectamente identificable porque alberga árboles
y vegetación en un ancho de unos diez o quince metros. Arriba o debajo de ella,
con suerte, sólo crece algún cactus. Este recorrido es de una belleza singular.
Aquí el valle es muy angosto y en los cerros apenas crece nada de forma natural, pero si se percibe la
mano del hombre. Metro a metro, y con inclinaciones de hasta treinta grados, el
agricultor le ha ido ganando espacio a la desnudez del cerro, y plantaciones de
vides verdean las laderas antes de que aparezca, con brutal contraste, la
tierra pelada. Por encima, el azul intenso y puro del cielo más claro del
planeta completa esta paleta de una riqueza cromática sin igual.
Para completar este día de disfrute colorístico,
faltaba uno: el color negro. Por la noche tenía contratada una visita al
observatorio de Mamalluca, centro de divulgación de la observación astronómica
que cuenta en sus instalaciones con varios telescopios de aficionado para
completar con una cúpula con un telescopio S/C de 400 cm. de diámetro de los
espejos que permite una observación fabulosa de los objetos de cielo profundo. Mamalluca
está como a 10 km. de Vicuña, y te acercan en autobús subiendo otro de los
cerros que envuelven el pueblo, hasta ponerte en contacto con el cielo más
hermoso que se puede contemplar en este planeta. ¡Por fin veía el cielo
austral! Y creedme que no me decepcionó.
Disfruté con la mejor visión que se puede tener de la
Vía Láctea, nuestra verdadera casa universal, que no entiende de disputas
regionalistas en ninguno de los millones de planetas y estrellas que la
componen. Demasiado grande para malgastar el tiempo en esos pequeños asuntos
mundanos. Me emocioné contemplando las mayores nebulosas que se pueden ver a
simple vista, Las nubes de Magallanes, con un tamaño relativo mayor que el
disco de una luna llena. Me sorprendió la hermosura de la constelación de Escorpio,
quizás la única en la que no hay que tirar de mucha imaginación para descubrir
porqué los griegos le pusieron ese nombre. Ya con el telescopio, descubrí el
segundo cumulo globular más masivo de nuestra galaxia, El Cúmulo Tucán, contemplé
un cúmulo abierto, y terminamos con la visión en el gran telescopio de la Galaxia
de la Tarántula, objeto imposible de ver si no es con estos medios.
Agotado pero feliz, me dormí sintiendo lástima de
aquellos que para vivir experiencias alucinógenas recurrieron al LSD, cuando
una simple mirada a tu alrededor te puede poner en contacto con la belleza y la
paz más absolutas.
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