Puerto Natales

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miércoles, 10 de octubre de 2012

Viaje a Concepción. Hacia el epicentro del gran terremoto


Por fin, iba a salir de Santiago. Alquilé un coche pequeño y carretera al Sur, sin plan definido. El alquiler de coche es sensiblemente más caro que en España. La revisión a la entrega es exhaustiva. Te hacen firmar un papel en el que están descritas sobre varias figuras del coche, todas las imperfecciones que tiene el vehículo. Desde microscópicas muescas sin pintura, hasta algún pequeño bollo. Supongo que lo hacen para intimidar y para que cuides el coche. Más adelante entendí por qué.

En Chile no tienen muchos problemas con la señalización en las carreteras. Es fácil, “Al Norte” o “Al Sur” sin carreteras radiales, ni autonómicas, ni provinciales, ni nada de nada.

Una vez en camino, empiezan los descubrimientos. La Panamericana, es una vía de dos carriles por sentido, que no está vallada lo que hace que continuamente crucen personas y animales por ella que le da un plus de peligrosidad. Para que os hagáis una idea, las gallinas picotean el suelo en busca de gusanos a un par de metros de gigantescos camiones articulados que discurren a gran velocidad.
También se pasa algún lugar de nombre singular: Peor es nada. Me quedé con ganas de saber cómo se llaman los que nacen en tan extraño lugar.

Otra de las características del recorrido es la presencia de vendedores ambulantes de todo tipo de productos. Quesos, pan amasado, dulces, naranjas, choclo (maíz) y muchas cosas más. Están por todo el recorrido y en especial en los peajes de la autopista. Pero lo que me intrigaba eran los que agitaban una bolsa de plástico blanca y sostenían un palo del que colgaba una cuerda y unos objetos anudados a ella: cangrejos y camarones de rio. No quise probar ninguno, que no me fio mucho de la fortaleza de mis intestinos.

Durante el trayecto hay que ir abonando distintos peajes ya que toda la carretera es de pago. Un trayecto de 500 kilómetros cuesta cerca de 15 “lucas” (quince mil pesos chilenos, unos 25 euros).

Alrededor de 100 kilómetros de Santiago hacia el sur, está una de las regiones vitivinícolas más famosas de Chile. Durante el trayecto puedes ver los márgenes de la carretera repletos de vides que apenas han echado las primeras hojas. Es una buena ocasión para conocer el valle de Colchagua y Santa Cruz. Yo opté para dejarlo para una ocasión posterior dada su cercanía a Santiago y el mal tiempo que me acompañaba. Mis compañeros chilenos me dijeron que se acordaron mucho de mi, porque a estas alturas del año no suele llover y la temperatura es suave, todo lo contrario de lo que me acompañó casi todo el fin de semana.

Todo el camino se hace entre las dos cordilleras, la del interior y la de la costa, pero a partir de los 200 kilómetros pierdes contacto visual con ellas.

Durante el trayecto conviene estar pendiente de la velocidad, porque hay controles y si sobrepasas ampliamente el límite de velocidad y un radar lo detecta, te pueden impedir seguir conduciendo, con el consiguiente trastorno si vas sólo en el coche, que era mi caso.

Por supuesto que también no puedes probar ni gota de alcohol cuando manejas. Desde hace unos meses se ha instaurado la tolerancia cero y el riesgo de terminar en un calabozo chileno te hace olvidar las delicias del pisco sour y el vino de uva Carmenere.

Después de cuatro horas en las que se puede hacer una media de 90-100 km. a la hora, pendiente eso si de hombre y animales cruzando la vía, comenzó mi primera emoción fuerte. Absorto estaba mirando el paisaje cuando vi que mi depósito de gasolina, de bencina acá, estaba al 30%. Va siendo hora de llenar, me dije. Y según pensaba en ello, desapareció una raya más: depósito al 20%. Hay que espabilar Chema y encontrar una bencinería. Calculaba que tenía para unos cien kilómetros, por lo que no debería tener problemas. ¡Infeliz! Los kilómetros pasaban y de bombas de bencina, nada de nada. En esto que me  salto una. ¡Pero si no estaba anunciada! Y mientras me maldecía, me salté otra que estaba pegada a menos de dos km. ¡Qué forma más rara de competencia! Otra línea menos, 10% del depósito. Acto seguido, venía la desviación para coger la autopista de Itata en dirección a Concepción, y supuse que encontraría alguna. ¡Ja! Quinta velocidad y 80 km/hora. Paisaje maravilloso, bosques y bruma, pero de civilización y personas, nada de nada. Ni casas, ni por su puesto bencinerías.

De pronto veo a tres hombres en medio del monte acarreando leña. Paro y les pregunto. Me dicen que me de media vuelta y vuelva a las que me salté. Llevaba 20 kilómetros recorridos desde ellas con lo que llegaría con el depósito vacío. Después de acordarme de unos cuantos santos y rezar todo lo que recordaba llegué a la gasolinera. Empieza a caer la bencina en el depósito y por el ruido el empleado me dice: Llevaba poco, ¿no? Yo sólo podía sonreír, al haber salvado mi primer y único match-ball de la etapa. Desde el punto en que me di media vuelta, la siguiente bencinería estaba a 50 km., por lo que me habría quedado tirado, sin duda. Estaba a punto de protagonizar en primera persona lo que aquí llaman “la pana del tonto”. Nunca apuréis el depósito por aquí. El haber acuñado esa expresión es claro índice de lo habitual que tiene que ser que les suceda a los extranjeros.

Llegué a Concepción anocheciendo y cansado de tantas emociones. A ver que me depara el día siguiente.

Pues se resume en una palabra: Lluvia. A pesar de que no era ya la época y que no llovía de esta manera desde hacia treinta años, me tocó a mi. Nada de intentar ir a las Termas de Chillán, situadas a más de dos mil metros de altitud tras recorrer una empinada carretera llena de curvas y nieve, con las ruedas de mi coche de alquiler que parecían las del auto de Barbie y Ken.

Concepción es la segunda ciudad de Chile. Apenas quedan monumentos en pie, excepto la bellísima catedral, porque es zona de alto riesgo sísmico. Chile cuenta con el triste honor de tener dos de los diez terremotos más destructivos de la historia clasificados desde que se tienen métodos científicos de medición. Son los puestos primero, Valdivia en  1960, y el séptimo, Concepción en 2010. El primero de 9,4 grados en la escala de magnitud de momento (continuación de la de Richter para grandes terremotos) y Concepción de 8,8 Mw. La ciudad entera de Concepción se desplazó más de tres metros al oeste como consecuencia del sismo. El terremoto de Haití fue de 7,0 Mw, para que os hagáis una idea. La ciudad todavía tiene cicatrices, las calles están en muchos lugares abombadas o socavadas, y se advierten grietas en algunos edificios. Ahora entiendo la revisión exhaustiva del coche, es fácil golpear los bajos o dejarte una rueda por las condiciones de la vía. Pero la gente vive tranquila y feliz sabiendo que la tierra volverá a darles un gran susto en el futuro próximo. No pasa nada, volverán a reconstruir sus ciudades. 

Edificio desplomado como consecuencia de un terremoto

A pesar de todo esto, merece mucho la pena una visita a la ciudad, en donde conviven modernos edificios con casas muy humildes.
Al fin, amaneció radiante y decidí visitar el Pacífico en Playa Blanca, una localidad más al sur. A pesar del sol, el viento era frio, pero el bosque llega hasta muy cerca de la orilla y era hermoso ver cómo las gaviotas jugaban a quitarse los restos de cangrejos muertos que había en la arena.



Aproveché para comer en un chiringuito, donde muy amablemente me pusieron la televisión para que viera el Barsa-Real Madrid. No olvidemos que en el primero juega Alexis Sánchez y ya he escrito sobre cómo viven los chilenos todo lo suyo. Cuando me iba, Cristiano Ronaldo metió el primer gol y con todo el personal del restaurante viendo el partido, no podían entender que un madrileño se fuera sin verlo acabar.



Cuando llegó la noche, el cielo estaba de nuevo cubierto por las nubes y se esfumaba mi deseo de ver la noche estrellada austral.

A la mañana siguiente volvió a amanecer lloviendo y comencé el camino de regreso a Santiago. Como no me iba a pasar lo de la otra vez, eché bencina en un punto intermedio para asegurarme la llegada a mi destino. El coche me lo habían dado con el depósito al 90% y quería devolverlo de igual manera, pero la maldición de la bomba de bencina volvió a actuar. Aunque desde que faltaban cincuenta kilómetros para llegar a Santiago estuve poniendo toda mi atención, no vi ninguna gasolinera, lo que provocó que cuando devolví el coche, el empleado sacó una tabla de coste de reposición de la bencina y me metió un rejón de, fácil, 20 lucas de sobrecoste por no haber rellenado el depósito en el camino.

Cansado, pero contento, llegué al hotel con ganas de volver a la carretera, para ir rellenando el depósito en cuantas bencineras se cruzaran en mi camino.