Lago Llanquihue y Puerto Varas |
Despego
de Punta Arenas para volar 1.600 kilómetros en dirección norte con destino
Puerto Montt, capital de la Región de los Lagos.
Una
lluvia intensa me recibe a la llegada, como es tradición en esta comarca.
Puerto
Montt habita en mi memoria ligado a la canción que Víctor Jara compuso en protesta
por la muerte en 1969 de diez personas en el desalojo de unas fincas ocupadas por
ellos con la intención de obtener su propiedad por falta de ningún otro uso. Os
adjunto un enlace por si queréis recordar la canción https://www.youtube.com/watch?v=KD6PPld4e7c
A
pesar del romántico recuerdo, no consigo encontrar ninguna referencia especialmente
positiva que me invite a conocerla más en profundidad, y salgo del aeropuerto
con destino a la cercana localidad de Puerto Varas. Es una pequeña y coqueta
ciudad a la orilla del lago Llanquihue que tiene su origen a mediados del siglo
XIX y fue producto de las iniciativas de colonización del sur de Chile. Poblada
en sus comienzos por inmigrantes alemanes y austríacos, su huella permanece en
los edificios y, cómo no, en la gastronomía. La usaré como base de mis próximas
excursiones.
Puerto Varas, lago Llanquihue y volcanes Osorno y Calbuco |
El
primer día lo empleo en recorrer la ciudad tranquilamente, bajo la lluvia, y en
degustar su apetitosa gastronomía. Comí en un restaurante en el mercado
municipal que nunca habría encontrado sin la ayuda de mis guías y que es cien
por cien recomendable, “Donde el Gordito”, es su nombre. En un pequeño comedor
tuve ocasión de comer las delicias de la región (inolvidables sus pescados en
salsa de jaiba, cangrejo allí, o sus almejas machas al parmesano, con ese
maridaje queso-marisco que tanto me llamó la atención al llegar a Chile y que
he incorporado a mi gastronomía). Me vence la lluvia y decido reponerme de un
resfrío que me traigo del sur, a la espera de nuevas aventuras.
Amanece
sin lluvia, pero plomizo, y sin rastro del volcán Osorno que debería verse en
el horizonte. Salgo temprano en un coche alquilado con intención de conocer el
Parque Nacional del Alerce Andino, una reserva de un árbol endémico de la zona
y que por motivos profesionales conozco sobre el papel desde hace veinte años.
Es el alerce (larix) patagónico, fitzroya cupressoides, que en realidad no es
un alerce propiamente dicho, pero que así se denominó por su parecido con los
auténticos.
Es una especie muy longeva y se tienen árboles datados con edad
superior a los 2.500 años. Pero además, su madera es muy resistente contra la
humedad y el ataque de insectos, por lo que era usado en la fabricación de
tejas para las cubiertas de los edificios. En la actualidad está protegido y
sólo se pueden aprovechar los ejemplares muertos.
No
hay demasiadas referencias a este parque en los libros que me guían y obtengo
de internet una ruta de entrada por la parte oeste que además me permite
bordear el lago Llanquihue.
Intenté
comprar algo de comida en Puerto Varas, pero tras varias vueltas con el coche
sin poder aparcar cerca de alguna tienda, decidí partir sin avituallamiento,
porque algo encontraría en el camino, pensé.
Tomé
dirección noroeste hasta Ensenada y luego dirección sur hacia Canutillar con la
esperanza de acceder al parque por allí. El paisaje era muy lindo, a pesar de
la lluvia, y la carretera discurría entre laderas muy empinadas cubiertas de
alerces. No obstante, la pista en la que se había convertido la carretera me
obligaba a ir muy despacio y se me estaba haciendo la hora de comer. No había
caído en la cuenta de que no había ningún pueblo en el recorrido y la idea de
saciar mi apetito con las tristes patatas fritas de bolsa que me acompañaban,
no me seducía mucho. En esto que veo una casita muy humilde con un cartel en la
puerta: “Hay pan amasado”. ¡Bien! Sólo de pensar en un delicioso pan artesanal
recién salido del horno me hizo salivar como una hiena.
o
¡Buenas
tardes! (en Chile se usa esta expresión desde las 12 del mediodía). He visto
que tienen pan amasado, ¿tendrían algo para acompañarlo?
o
Claro,
creo que me queda algo de cecina. Pase para dentro.
¡Esto
ya era demasiado! Sin duda soy un tipo con suerte. La salivación era ya como de
una manada de hienas hambrientas. Mi boca se llenó del saber dulce de mí
querida cecina de León y el aroma a carne ahumada me pareció que llenaba toda
la estancia donde me hizo pasar el amable lugareño. Era el típico colmado de
pueblo donde podías encontrar casi de todo.
o
¿Quiere
que le unte mantequilla en el pan?
¡No
puede ser! Mantequilla casera para acompañar un bocado de dioses. Temí que todo
fuera un sueño y que de pronto me despertara en la habitación del hotel sin
haber disfrutado de estos manjares.
Y,
efectivamente, desperté súbitamente cuando vi acercarse al tendero con las
viandas. La mantequilla era industrial, y la cecina, unas tristes lonchas de
jamón york. En fin, al menos el pan era amasado.
Si,
si, amasado, pero poco, porque cuando le hinqué el diente al bocadillo, aquello
no pasaba por la garganta si no era acompañándole de un trago de agua. Cuando
terminé el primero de los dos bocadillos que me prepararon, estaba
perfectamente “engollipao”. Sentí mucha nostalgia de las maravillosas
marraquetas, otro tipo de pan chileno, que desayunaba todos los días en
Santiago. Mi consuelo es que si tenía una avería en el coche, no moriría de
hambre porque la digestión del primer bocadillo me iba a durar días. Y todavía
me quedaba el segundo….
Esta
pequeña anécdota trajo a mi cabeza la cantidad de veces que llenamos de
expectativas nuestra vida y que, al no hacerse realidad, nos provocan
sufrimiento. El tendero me dio lo que me prometió: pan amasado, cecina (cualquier
tipo de embutido en Chile) y mantequilla. Fui yo el que fantaseó con los datos
recibidos y el único responsable de mi decepción. Ser consciente de esto último
ayuda a superar la desilusión inicial y a ser más dueños de lo que uno puede
hacer. Muchas personas viven en mundos de expectativas esperando que les
sucedan las cosas que desean, mientras otros optan por el compromiso, honesto y
personal, de poner todo de su parte para conseguir sus objetivos. Si hubiera
querido tener un almuerzo inolvidable, podría haberme acercado andando a una
charcutería de Puerto Varas, comprar alguno de sus embutidos, que los tienen y
deliciosos, y un buen pan. Así de sencillo. Continué el camino riéndome de mi
mismo y de mi inocencia.
La
pista se hacía cada vez más difícil de transitar y estaba empleando demasiado
tiempo en llegar al parque. Paré en un puesto de carabineros y me indicaron que
por el lado oeste no había ninguna entrada. Me hubiera gustado llegar hasta
Contao, apenas a unos cuantos kilómetros más al sur, pero otra vez será. Media
vuelta y adiós mi primer objetivo del día.
Saltos de Petrohué y Volcán Osorno |
De
regreso me acerqué a conocer los saltos del
Petrohué, unos rápidos donde las rocas estrangulan al rio y sus aguas
color esmeralda contrastan con las piedras negras de origen volcánico. Para entonces
el Osorno se dignaba a mostrarse hasta la mitad de toda su altura, dejando intuir
su hermosura.
Por
último me acerqué a la localidad de Petrohué, donde al día siguiente tomaría un
barco muy temprano para atravesar el lago Todos los Santos, que ya relaté en mi
anterior entrada. Algunos de los hombres más ricos de Chile tienen allí su
residencia de vacaciones. Os podéis imaginar por qué.
Petrohué |
El
día no podía terminar mejor, conociendo lugares de una belleza enorme e
imprescindibles si se aterriza por aquí.
No
me equivocaba, realmente yo era un tipo con suerte, aunque mi estómago, todavía
en proceso de digestión del pan amasado, no estuviera muy de acuerdo conmigo
aquella noche.