Cinco treinta de la madrugada. Sin apenas
tiempo de dejar descansar mi mente de las emociones vividas unas pocas horas
atrás, me espera un minibús que me llevará hasta Argentina, a conocer el glaciar
más famoso del planeta, el Perito Moreno. Debe su fama a la facilidad de acceso
a su frente y, cómo no, a su hermosura.
El trayecto desde Puerto Natales dura cerca de seis horas de ida y otras tantas de vuelta. A pesar de su relativa cercanía, el trayecto por carretera describe una gran curva para cruzar Los Andes y, tras bordear el Lago Argentino, llegar hasta el mismo frente del glaciar. El recorrido atraviesa la frontera con Argentina y el paisaje muta desde los alegres bosques y praderas chilenas a la estepa patagónica argentina, un paisaje árido y semidesértico, en el que apenas crecen unos tristes matojos de plantas de tonos ocres. Durante horas nos acompaña una persistente lluvia que no es capaz de arrancar ninguna otra vegetación de esa tierra yerma.
Ya dentro del vehículo, nos comunican que la
entrada al Parque de los Glaciares sólo se puede pagar en pesos argentinos o en
dólares americanos, por lo que tenía que buscar la forma de cambiar algo de
moneda chilena, cosa que conseguí rápidamente al entablar conversación con el
conductor. Me dijo que hacia el mismo trayecto todos los días, doce horas de
conducción, siete días a la semana.
- Un poco aburrido, ¿no?.
- ¡No!
Me gusta conducir, respondió.
Y buena prueba de ello tuve después.
Ante la primera visión del glaciar, se te
olvidan las horas de coche que llevas en el cuerpo. Un frente de 5 kilómetros
de ancho y sesenta metros de altura vertical vuelven a despertar la sorpresa
que me acompaña desde que empecé mi viaje.
El viento que me acaricia viene después de
haber sobrevolado la enorme superficie helada y su aroma es de una pureza
absoluta. Frio glaciar, de verdad, no metafórico. Son treinta kilómetros de
longitud, de hielos que se formaron más o menos cuando nací, aunque en el fondo
prefiero pensar que están allí esperándome desde hace miles de años.
El espectáculo lo contemplas en absoluto silencio hasta que todo se llena de un crujido sordo, prolegómeno del derrumbe de una pared, como estertores del ciclo de la vida que está ya comenzando en el circo del glaciar donde nieva a treinta kilómetros de distancia. Esa nieve llegará hasta aquí dentro de cincuenta años. Espero estar para verla.
Vamos a acercarnos un poco más.
Una
embarcación te lleva hasta la cara este del glaciar para poder contemplar desde
el nivel del lago la enormidad del muro. Visto desde la base, se acrecienta su
magnitud. Lo que más me llamó la atención fueron las esculturas de hielo que se
adivinaban en la parte superior. Como esculpidas por un travieso artista,
intuía manos entrelazadas, tortugas y hasta a un Don Quijote pidiéndole
explicaciones a un personaje sin nombre.
Cargado de momentos y de imágenes para
conservar en la memoria, regresamos a Puerto Natales.
En el viaje de vuelta, pruebo a dormir algún
rato, cosa que no es muy difícil por el déficit de horas de sueño que llevo
acumuladas. Parada en El Calafate para comer a las cinco de la tarde, donde doy
buena cuenta de una milanesa, un filete empanado, con patatas, que me sabe a
gloria. Vuelta al bus para dormir un poco.
Después de un par de horas de sueño entrecortado
en el asiento, noto cómo cada vez el vehículo se mueve más. Abro los ojos y
contemplo a mis compañeros de viaje con la cara demudada en la que se atisba
algo de miedo.
¿Qué pasa?
Nuestro conductor, está disfrutando de la
conducción y nos lleva volando por la carretera húmeda de vuelta a Chile. Desde
mi asiento puedo ver la velocidad y vamos a 110-120 kilómetros por hora, cuando
la velocidad está limitada a 100. En los autobuses de línea regular, los
pasajeros tienen una pantalla para ver la velocidad a la que se circula, y la compañía
avisa de que se puede protestar si se supera esa velocidad. Cual protagonista
de anuncio de BMW (¿te gusta conducir?..),
nuestro piloto devora kilómetros de vuelta a casa. No me preocuparía demasiado
si no fuera porque advierto que sus movimientos en el asiento, denotan
cansancio y lucha interna contra el sueño. Tras una breve conversación con unos
compatriotas con los que bromeo sobre las dotes de conducción de nuestro
chofer, decido tomar cartas en el asunto. Mi madre tenía una táctica infalible para
moderar la velocidad de los aspirantes a pilotos de fórmula 1.
-
¡Jefe! Estoy mareado, ¿podría ir
un poco más despacio?...Por favor…..
-
¿Qué? (Volviendo la cabeza y
dejando de mirar a la carretera por unos instantes que me parecieron
interminables….)
-
Que no me siento bien….¿tiene
bolsas para vomitar? Tengo la guata (tripa, estómago) muy revuelta.
-
¡Vale!
Sonrisas cómplices entre los pasajeros más
cercanos. Reduce la velocidad a 100 por hora. Bueno.
Llegamos al puesto fronterizo para dejar
Argentina.
Dos agentes de aduanas verifican nuestros
papeles. Los trámites son ágiles hasta que una de mis compañeras de aventuras
entrega los papeles de entrada al país. Ningún problema. Ella es brasileña y
con una sonrisa encantadora. El agente de aduanas, deja el mostrador y
directamente se dirige a conversar con ella con la más amable disposición. Los
demás esperamos pacientemente que el único responsable de dejarnos salir de
Argentina, vise todos nuestros papeles. El agente charlatán no la deja ni a sol
ni a sombra. Ya estamos todos de vuelta en el bus y nuestra compañera no puede
escapar del solícito funcionario. Por fin, consigue librarse de él y regresar
con nosotros. Ella está irritada porque le desagrada que todos los hombres vean
en las brasileñas sólo samba y playa. No he conseguido hacerle comprender que
con la sonrisa que regala, no puede esperar mucho más de la condición
masculina, muy a mi pesar por lo que me toca como hombre, dicho sea de paso.
La profesionalidad y competencia en el trabajo
de los brasileños es de las cosas que más me ha gustado descubrir de mi viaje.
Quizás también yo me dejaba deslumbrar por los recuerdos de mi viaje a Rio de
Janeiro años atrás. Brasil es un país de futuro, pero no por el futbol, las
olimpiadas, los carnavales o las playas, sino básicamente, por la gente que lo
habita, alegre, trabajadora y comprometida. No hay nada como viajar y compartir,
para limpiar la mente de creencias y prejuicios.
La carretera de vuelta a Chile se convierte en
una pista auxiliar de servicio de gravilla porque la vía principal está en obras. Húmeda y cuesta abajo,
bajamos a cien por hora como si estuviéramos en la autopista.
-
¡Jefe! Estoy a punto de vomitar.
Último intento de que sea algo empático.
Gira la cabeza, y regularmente cada treinta
segundos, vuelve a mirarme como hechizado por mis lamentos. Ya no puedo más.
-
¡Gracias jefe! Me encuentro mucho
mejor.
Abandono toda esperanza de conseguir que modere
su velocidad, y sólo confío en que San Cristóbal tenga influencia por estos
lares.
La llegada a Puerto Natales, a las diez de la
noche, nos regala una puesta de sol de las de no olvidar. En el diciembre austral,
los días tienen cerca de veinte horas de luz. No la no pudimos fotografiar desde tierra por
las ganas que teníamos de que parara la coctelera en la llevábamos agitados las
últimas seis horas.
Cuando llegamos, estuve a punto de arrodillarme
y besar el suelo, pero sólo me dio para desearles buena suerte a los futuros y anónimos
viajeros de nuestro conductor.
Nos damos un homenaje con una buena cena, la
mítica centolla magallánica y algo de cordero asado al palo, sentados al lado
de la lumbre donde se cocina.
Mañana embarcamos para conocer los fiordos de
los alrededores, que tanto maldijeron los navegantes de hace varios siglos
mientras intentaban completar el camino del Estrecho de Magallanes que evitaba
el Cabo de Hornos, perdidos en un laberinto, tan hermoso como mortal para ellos.
Nosotros lo tendremos más fácil.
O eso espero, mientras por un momento imagino,
como en una pesadilla, al capitán del barco diciendo eso de…¡me gusta navegar!
Me encanta!!!!!!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarTengo ganas de verte para darte un libro. Creo que te gustará.
Te mando un besito muy muy fuerte
Gracias, Pati. Yo también te mando muchos besos.
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