Martina miraba a través del gran ventanal que le
separaba del agua. El lago Esmeralda se advertía en todo su esplendor, y tras
la intensa lluvia de las últimas horas, el volcán Picudo emergía entre las
brumas mostrando su penacho de nieve, henchido de agua helada, que parecían
llegar hasta su misma base. Tras los cristales, la suave pendiente de una
pradera alfombrada del césped más tierno, corría a fundirse con el azul verdoso de las
aguas del lago en una especie de imposible matrimonio, pero de una riqueza
cromática sin igual.
Lago Todos los Santos o Esmeralda
Volcán Picudo
Ella salió al jardín y una bocanada de aire húmedo y
perfumado con la esencia de las innumerables plantas del jardín, inundó sus
pulmones hasta el fondo, hasta ese lugar a donde sólo llega el aire cuando la
tristeza es infinita. Amaba esta tierra con todo su corazón, con toda su alma y
con toda su fuerza. No podría vivir sin ella y todas las mañanas, recién
levantada, repetía la liturgia de pasear por la pradera dejándose empapar de
agua y que ésta recorriera su cuerpo, llevándose los fantasmas de la noche,
para regresar al interior de su hogar renacida, como una venus de agua dulce
lista para vivir en tierra firme.
Pero no siempre fue así.
Quillagua es una pequeña aldea de unas docenas de
habitantes, a medio camino entre Antofagasta e Iquique, al norte del desierto
de Atacama. Su nombre, en lengua aymara es “agua de luna”. Ostenta el incierto privilegio de ser el lugar más seco del planeta según el National Geographic. Rodeada de cerros
polvorientos, tenía la estampa de un pueblo en medio del planeta Marte si no
fuera por el cauce del río Loa que trazaba una dorsal de vida entre tanta
desolación. Estaba en el lugar más seco, del desierto más seco del planeta.
Jamás llovía y sólo los más ancianos, recordaban la última lluvia, hace más de
cuarenta años, que se dejó caer por allá. Pero hoy podía ser distinto. Corría
el 28 de agosto de 1983 y la televisión había dicho que podría volver a llover,
mientras no paraba de sacar a un dirigente negro americano que había
pronunciado un discurso veinte años atrás en el que decía que tenía un sueño.
“Y a mi qué más me da. Lluvia y sueños, qué
emoción…”, pensó con asco Martina para sus adentros.
Martina no era feliz. Cerca de cumplir los diez y
ocho, la vida no era lo que había aprendido en el colegio de la mano de los
grandes poetas chilenos.
Su vida languidecía ayudando en las tareas domésticas
a su madre, que a su vez cuidaba del padre, enfermo por trabajar media vida en
la mina. Así había sido y así debía ser, le recordaba ella. Los hombres
trabajaban la mina y las mujeres cuidaban de ellos después. A Martina sólo le
quedaba encontrar un varón y repetir el ritual que había acompañado a su
familia en las últimas generaciones. Pero ella sueña con una vida muy distinta.
Una vida en la que fuera dueña de su destino, en la que pudiera decidir lo que
quiere hacer, lo que quiere vivir y con quién quiere vivir. Pero, siente que
está atrapada en un compromiso que no asumió, que la obliga y al que no puede
renunciar. No pude liberarse de la tradición atávica que, como una maldición,
le persigue. Así es y así debe ser. Y día tras día renuncia a su identidad.
Quillagua fue en algún momento un oasis es medio del desierto (https://maps.google.es/maps?gs_rn=26&gs_ri=psy-ab&tok=VNUbTANj2_uIOv93iOmBUA&cp=7&gs_id=s&xhr=t&q=quillagua&newwindow=1&safe=off&bav=on.2,or.r_cp.r_qf.&bvm=bv.51773540,d.Yms&biw=1920&bih=921&um=1&hl=es-419&ie=UTF-8&sa=N&tab=il).
Bendecido por el río Loa y las aguas subterráneas, durante siglos se había cultivado lo suficiente para dar de comer a toda la comunidad, a los animales de carga que trabajan en la mina, y además, poder sobrevivir con el comercio. Estaba en el camino del inca y cuenta la leyenda que hasta Pedro de Valdivia pasó por allí.
Pero Chuquicamata, la mina, lo cambió todo. Con sus necesidades de agua dulce para la explotación industrial, el acuífero cada vez tenía menos agua, a más profundidad y más salina. Posiblemente, ya contaminada de forma irreversible. La aldea moría a la misma velocidad que el río. Martina también moría, aunque no lo supiera.
Bendecido por el río Loa y las aguas subterráneas, durante siglos se había cultivado lo suficiente para dar de comer a toda la comunidad, a los animales de carga que trabajan en la mina, y además, poder sobrevivir con el comercio. Estaba en el camino del inca y cuenta la leyenda que hasta Pedro de Valdivia pasó por allí.
Pero Chuquicamata, la mina, lo cambió todo. Con sus necesidades de agua dulce para la explotación industrial, el acuífero cada vez tenía menos agua, a más profundidad y más salina. Posiblemente, ya contaminada de forma irreversible. La aldea moría a la misma velocidad que el río. Martina también moría, aunque no lo supiera.
De nada servía que Quillagua tuviera unos cráteres
espectaculares testigos de una lluvia de meteoritos que pudo traer la vida a la
tierra, ni que contara con una colección precolombina de cadáveres momificados
de forma natural por la inmensa sequedad del aire. Nadie se paraba a conocer el
oasis.
¡Ya llega! ¡Está aquí!
Las voces se escuchaban por toda la aldea. A Martina
le retumbaban en los oídos. Odiaba esas voces como odiaba el silencio. Odiaba
todo. Odiaba.
De pronto, una fragancia inundó su nariz, su boca, su
garganta, todos sus pulmones. Era algo desconocido, pero contenía la esencia de
los algarrobos que daban sombra a la aldea y que tantas veces había disfrutado
desde que era niña. Pero no sólo de los algarrobos, sino de la hierba que
crecía en el borde del río y que disfrutaba en soledad cuando terminaba su tarea.
Y olía al mismísimo polvo que cubría todo a su alrededor y que por algún
extraño motivo, hasta resultaba agradable su aroma.
Salió al exterior y las sensaciones se multiplicaron.
La temperatura había descendido varios grados y sintió la humedad sobre su
cara. Ciertamente, era lluvia.
Y se quedó inmóvil en mitad de la calle, dejando que
las gotas de agua acariciaran su piel y suavemente, como el mejor amante,
erizaran su vello allá por donde rozaban. El agua resbalaba sobre su cara y
recogió con su lengua unas gotas. Para su sorpresa, el agua no sabía a nada,
pero sabía a todo. No tenía ese sabor metálico que percibías cuando en la ducha
tragabas un poco, ni el gusto pastoso cuando calmabas la sed con la que se
conocía como potable.
En ese momento, no escuchaba nada, sólo sentía. Como
nunca en su vida. Como cuando soñaba con él y le venía ese placer que devoraba
sus entrañas.
Fue notando como la humedad desaparecía y el sol
volvía a calentar. Cuando abrió los ojos, las placas de metal que cubrían
algunos tejados, liberadas del polvo que las había acompañado hacía décadas,
brillaban con más intensidad que el sol mismo, impidiéndole abrir los ojos por
completo. Se veían lindas, majestuosas, como si con metal noble hubieran sido
forjadas.
Martina nunca supo cuanto tiempo duró. Pero sí, que
ella nunca volvió a ser igual. Sabía lo que quería. Y no estaba en Quillagua.
No sabía dónde, pero iba a ir a buscarlo.
Entendió que nadie es dueño de tu destino. Que la vida
la tienes que escribir con tu pluma, no con el lápiz de los demás. Que quería
volver a sentirse viva, sintiendo, viviendo, quizás amando, pero lejos de allá.
Porque Quillagua había desaparecido. De hecho a duras
penas recordaba su existencia.
Y tuvo una visión. Sólo quería salir a un jardín y dar
una bocanada de aire húmedo, perfumado con la esencia de sus innumerables
plantas, y que inundara sus pulmones hasta el fondo, hasta ese lugar a donde
sólo llega el aire cuando la tristeza es infinita…
José Manuel, acabo de darte un premio. Enhorabuena. http://palabradechile.blogspot.com.es/2013/10/premio.html
ResponderEliminarCuando habia sido esa lluvia que esos ancianos recuerdoban en 1983 ? me imagino alrededor de los anyos 20. Es posible saber la fecha ?
ResponderEliminarEl relato anterior es imaginario, por lo que no te puedo concretar fechas Maximiliano, solo agradecerte que lo hayas leído.
ResponderEliminar